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“Virgen de los Nudos, zafa ése”.

El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son de la misma sustancia

y de una inseparable igualdad.

La unidad reside en la esencia,

la pluralidad en las personas.

El Señor indica abiertamente la unidad de la divina esencia

y la trinidad de las personas cuando dice:

“Bautizadlas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

No dice “en los nombres” sino “en el nombre”,

por donde nos enseña la unidad en la esencia.

Pero, a renglón seguido emplea tres nombres,

para enseñarnos que hay tres personas.


En esta Trinidad se encuentran el origen supremo de todas las cosas,

la perfectísima belleza,

el muy bienaventurado gozo.



El origen supremo,

como lo afirma San Agustín en su libro sobre la verdadera religión,

es Dios Padre, en quien tienen su origen todas las cosas,

de quien proceden el Hijo y el Espíritu Santo.

La belleza perfectísima es el Hijo,

la verdad del Padre, que no le es desemejante en ningún punto,

que veneramos juntamente con el Padre y en el Padre,

que es el modelo de todas las cosas

porque todo ha sido creado por él y que todo se le restituye.

El gozo muy bienaventurado, la soberana bondad, es el Espíritu Santo,

que es el don del Padre y del Hijo;

y este don, debemos creer y sostener que es exactamente igual al Padre y al Hijo.

Contemplando la creación,

llegamos al conocimiento de la Trinidad como una sola sustancia.

Captamos un solo Dios:

Padre, de quien somos,

Hijo, por quien somos,

Espíritu Santo, en quien somos.

Principio al cual recorremos; modelo que seguimos, gracia que nos reconcilia.

San Antonio de Padua (1195-1231), franciscano, doctor de la Iglesia